Por Eduardo H. Mombello
Univ. Nac. del Comahue
Alguien tiene que escribir bien esto. Algún científico, filósofo, poeta, alguien que sepa de luces en los ojos y de miradas. Veo y reveo los discursos de la presidenta del 20 de junio y el de anoche. La última parte de los dos. ¿No ven como yo que son muy distintos? No me refiero a lo que dicen, sino al carácter de quien lo dice. La diferencia se nota en la mirada. Nunca había visto esa mirada de anoche en la presidenta. Mírenla bien, van a ver que no les miento. Antes del 27 de Octubre, antes de que el Flaco aprendiera a volar alto, los ojos de Cristina eran conocidos en casi todas –que no son pocas– sus facetas discursivas: aparecían muchas veces con la concentrada atención de su trabajo cotidiano pero, en un contraste casi artístico y necesario, con su repentino y contento rayo de luz, en la alegría sorprendente de la vida con Néstor. Conocimos, claro, la mirada pícara de la chicana sugerida pero casi nunca formulada expresamente; y el ceño fruncido de cuando retruca con una decisión enorme un ataque mezquino a nuestro modelo; y los párpados alegres, inmensamente pacíficos, embriagados de ensueño, cuando, escapada de su seguridad, nos viene a hacer el amor con las manos y los besos a la multitud de morochos; vimos, muchos, que sus ojos cerrados crean un panteón de intimidad serena para guerreros perdidos, el cual nadie más que ella y las Madres y las Abuelas conocen, cuando se abrazan; y, desde luego, aquellas las lágrimas de asombro y compromiso sólo permitidas contra el cuerpo militante de Néstor. Ustedes podrán describir mejor estas y muchas más, seguramente. Desde el 28 Octubre, alguna que otra de estas miradas aparecía en su rostro siempre expuesto, no digo que no. Sin embargo, no era lo mismo, compañeros. Todos sabíamos que no era lo mismo. Y por qué. Como le hace decir el Dante, en el Canto V del Infierno, a su personaje Francisca (que recuerda a su amor por Pablo): “Ningún dolor es mayor que recordar el tiempo feliz en la desdicha.” Algunas miradas de la presidenta se volvieron profundas, algunas se perdieron para siempre, otras, quizá, se apagaron, pero las que quedaron en su expresión se hicieron más indescifrables, descansaron detrás de un muro de dolor que apenas nos permitía adivinarlas. Miren el discurso del 20. No lo lean, mírenlo. Si uno atiende a lo que dice, los tonos, las pausas, todo cambia y lo convierte en un buen discurso, uno más, pero su mirada no cambia. Tiene seriedad monocorde, que no encaja muy bien entre las miradas que quise describir antes. Quizá no quería que nadie le adivine nada y, si fue así, casi lo logró. ¿Será como esa la mirada que corresponde a “la astucia de la razón” de la que hablaba Hegel? Como sea, sin embargo, casi al final de ese discurso, Cristina Fernández parece estrenar unos ojos nuevos que quizá no quería mostrar del todo todavía. Unos que –al menos– no había visto nunca antes. Apenas un destello fugaz, pero pleno, cuando dice “con honor y gloria a Belgrano”; una mirada poderosa cuando menciona a los jóvenes, ahí no se oculta nada la novedad: no es una mirada de cariño para unos imberbes que no saben bien qué quieren de –ni cómo se hace– la actividad política. No. Es una mirada de una fuerza descomunal, una que casi asusta, si uno no está preparado, que es puesta con generosidad y lealtad a disposición, lado a lado, de cada joven. A mí me parece que es una mirada de pueblo nuevo, sacada de lo más profundo de la juventud militante, pulida por los años de compromiso, de la presidenta. Y, virtualmente, no se le fue más. Miren sus ojos en el discurso de ayer, sáquenle el sonido. Nada de seriedad monocorde. Volvieron esos ojos que dicen tantas cosas. Se alterna la alegría –incluso cuando alude a “él”–, la seriedad del informe de trabajo, la gratitud. No volvieron iguales, como si hubieran encontrado un lugar de mirada nuevo, un lugar que les confiere un poder consciente que se derrama en el auditorio con una serenidad que pasma: ¿el lugar de la juventud militante? Estoy casi convencido porque parecen brillar sables, plumas, banderas y manos tendidas, infatigables y pertinaces, en esos ojos que miran firmes, plantados sobre las tripas vencidas del dolor convertido en fuerza. Esa mirada que acompaña la expresión final del “compromiso irrenunciable e irrevocable … por los jóvenes” no la había visto antes; y, quienes sean capaces de percibirla, podrán ver que esos ojos que meten miedo a ya saben quienes, son los ojos de la entrega y la victoria buena por lo mejor que tenemos: la esperanza, es decir, los jóvenes argentinos.
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